De Contra la muerte, 1964
Gonzalo Rojas
¿Qué se ama cuando se ama?
¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida
o la luz de la muerte?
¿Qué se busca, qué se halla, qué es eso: amor? ¿Quién es?
¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus volcanes,
o este sol colorado que es mi sangre furiosa
cuando entro en ella hasta las últimas raíces?
¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer
ni hay hombre sino un solo cuerpo:
el tuyo,
repartido en estrellas de hermosura, en particular fugaces
de eternidad visible?
Me muero en esto, oh Dios,
en esta guerra
de ir y venir entre ellas por las calles,
de no poder amar
trescientas a la vez,
porque estoy condenado siempre a una,
a esa una,
a esa única que me diste en el viejo paraíso.
Lucho ya no está?
En qué momentos noto su presencia, en qué momentos lo evoco?
La última vez que conversé con él en la clínica, no estaba esperando morir, se aferraba a sus fantasías de vivir, de esculpir nuevas maderas, que le trajera un coihue que el viento derrumbó en un temporal de esa parcela del sur a la que voy con frecuencia. Hablamos un rato largo de las nuevas ideas sobre lo que estaba haciendo. Se lo notaba entusiasmado influido por la sedación que lo hacía gozar de un estar sin dolor.
Esa noche ya no despertó más, lo vi de nuevo con su corbata de humita y un rostro plácido en el cajón. Ese día estaba a mi lado un amigo más lejano de él que quiso hacerse presente, recuerdo que acarició con suavidad el vidrio, lo noté conmovido por su partida. Me llamó la atención mi serenidad, quizás porque yo ya lo había despedido esa noche del coihue.
El otro día fui al sur, llovía, y ahí estaba el árbol esperando ser trozado para él, lo dejaré un tiempo así, no sé todavía darle otro destino a esa madera tan noble con la que también recubrí las paredes del hogar del sur. Desde esa noche Lucho está en ella y será una manera de recordarlo.
Mi amistad se remonta a los 90, me lo crucé la primera vez detrás del Panorámico, venía con una chaqueta a cuadros de otra talla que le colgaba de un modo gracioso y pintoresco, una maleta antigua en una mano y una novela de Anagrama en la otra completaban su andar. La literatura fue nuestra complicidad inicial, intercambiamos autores a lo largo de muchos años.
No sabía que tenías consulta por acá cerca, ¿qué lees? ¿Dónde vas? Le pregunté.
Esa tarde me dijo que iba a un seminario de psicodrama. Ahí sospeché lo que después comprobé: su identidad estaba ligada a gustos que tuvieran trajes típicos. Así lo acompañé a cocinar, él vestido de chef, a esquiar no, pero miré sus fotos, gozó cada fiesta de disfraces de Reñaca, elegía con anticipación y arrendaba sus atuendos y el cotillón, sus cumpleaños eran una tradición de buena mesa que mantuvo hasta el final, acompañado por sus hijos y la Oli, después por M Elisa y los hijos de ella. El final de esas fiestas ya sabíamos como terminaban si llegaba a estar ahí algún compañero del I. Nacional: cantando a viva voz el himno institutano.
El cine y la música fueron sus otras pasiones, con Lucho aprendí a bajar películas, algunas de sus enseñanzas las cultivo hasta hoy y creo que le devolví la mano con algunos descubrimientos técnicos. Hubo fines de semana que nos tenían que sacar de su buhardilla o de mi escritorio, hasta que aprendimos que la piratería también le llevaba cocinería, las películas había que dejarlas hornear y degustarlas al día siguiente en cantidades que no bajaban de 20 por fin de semana. Elegíamos alguna para comentarla después.
Ahí surgió la idea de hacer lo que llamamos performance, una suerte de espectáculo que combinaba cine, literatura y teatro. Para ellas invitamos a Rodrigo. Hoy pienso que nos entreteníamos más en prepararlas que en exponerlas. Todo fue bien por años, hasta nos creímos el cuento, algo de verdad hubo en eso porque en algunos éramos invitados especialmente a diferentes congresos para deleitar al público de tanta psicofarmacología o sesudas conferencias psicoanalíticas, pero, pero algo falló. Nos sobredimensionamos con nuestras preferencias. Mientras deambulamos por lo erótico, lo romántico y lo simplemente original íbamos bien, pero se nos ocurrió meternos con la muerte, la muerte nos creíamos, se nos alargó lo espeluznante, las ratas de Nosferatu y los cadáveres de la Reina Margot invadieron la pantalla y aburrimos al público y fuimos condenados al destierro. ¿Qué pasó? Que yo era el que más editaba y ese año me enfermé de neumonía, mientras Lucho y Rodrigo se afanaban en la otra pieza la noche anterior. Ese año no hubo cortes, esos cortes que cada año peleábamos con un entusiasmo infantil. Alguien le comentó a la Sylvia que nos habíamos excedido, la censura funcionó y hasta ahí no más llegamos.
Entremedio fuimos serios, le pusimos nombre a la revista, la editábamos en mi casa con programas que Lucho manejaba bien, se le daba esto de la computación, año 93, después le cambiamos el formato a uno más grande. Armamos el grupo de pareja, al comienzo con Rodrigo, la Ximena, la Sole Sánchez, a muy poco andar la Maritza y una larga peregrinación de compañeras y compañeros que recordamos con cariño cuando nos juntábamos a pelar. Lucho trajo a la mesa a Gottman y a la Susan Johnson, él era bueno para coleccionar de todo, esa vez nos llenamos de protocolos que les pasábamos a los pacientes, pero lo que más coleccionaba además de disfraces eran animitas, les sabía hasta los nombres y el lugar en que estaban.
Su contribución original a varias innovaciones del quehacer clínico y la investigación lo hizo ser querido y respetado en el IChTF. Buen docente, gran expositor, cautivaba al público con su oratoria seria y lúdica a la vez.
Otro tanto fue su aporte a la escultura como intervención terapéutica. Gracias a su experiencia anterior en psicodrama, verlo en acción constituía todo un aprendizaje.
Recuerdo una vez en que estaba atendiendo a una pareja con un señor alto, teutón y exigente, el grupo estaba detrás. En un momento el señor se levanta para decir algo con una voz tan alta ronca que parecía recriminador. Lucho se hundió en su asiento y con voz suave le dijo que lo había asustado, que no entendía y le era difícil trabajar así. Lo dijo de un modo protector de sí mismo, pero también del paciente y su señora. El efecto fue asombroso. Cambió completamente el clima emocional, al punto que de ahí en más contó con un gran colaborador.
Lo mismo hacía cuando en el fragor de la discusión grupal pedía apoyo y comprensión en vez de críticas con una gestualidad y un tono que invitaba a la sonrisa.
En lo personal viví cerca de él muy diferentes vicisitudes existenciales, muchas de ellas llenas de gozo como aquella vez en Oslo cuando logró que Ceccini se cambiara de un barco vikingo a otro para cantar juntos O sole mio. Otras fueron de profunda tristeza, no olvidaré la expresión de su rostro demudado corriendo por el sótano de la Clínica Alemana al saber que la Mana estaba ahí y ya era demasiado tarde.
Ha partido un amigo, un buen terapeuta, un hombre cariñoso, un compañero de tertulias, un actor que gustaba de su papel de expositor consumado, una persona que deambulaba con una vieja maleta llena de disfraces en su interior, un hombre
que nunca aprendió a conducir un auto, que hizo poco deporte, anfitrión como pocos, buen cocinero, degustador de la buena mesa, viajero, contradictorio a veces, rara vez de mal humor, rápido frente a la crítica injusta, solícito, expansivo y extrovertido con los que le conocían, melancólico por ratos que para él eran eternos. En ocasiones hermético y calculador, sin embargo ingenuo. Buen sobreviviente de jornadas duras en momentos cruciales de su vida Y como tal, capaz de levantarse. Un amigo de esos con los que nos gusta estar.
Sergio Bernales
Agosto 2016