En tiempos de catástrofe, como los que hemos presenciado en el último período en Chile por el terremoto en el Norte y el incendio en Valparaíso, nos vemos expuestos al horror crudo de la tragedia masiva, sea ésta causada por obra de la naturaleza o por la mano del hombre. Y frente a la cobertura mediática, miramos escandalizados las imágenes escalofriantes de una realidad social que apela a nuestras conciencias y a nuestro sentido más profundo de solidaridad. De manera genuina e intuitiva, multitudes de jóvenes parten a remover escombros y a otras tareas de emergencia; se movilizan en camiones repletos de enseres y vestimentas y organizan albergues desorganizados. Surgen de forma espontánea ¨animadores¨ que con sus músicas, risas y alegría buscan dar aliento a los que perdieron todo. Las instituciones nacionales se ponen en alerta y generan recursos; las internacionales envían cooperación. Los ¨temas sociales¨ abren debate en los medios escritos, radiales y televisivos sobre qué medidas debieran tomarse para mitigar o erradicar la pobreza de los cerros: no importa si en el Norte, en el Centro o en el Sur.
La prensa, en su afán por cumplir con el objetivo de informar, ingresa a la intimidad de los hogares y a la vida de los que perdieron todo y sin el menor pudor, escudriña el dolor ajeno, que termina por perder su calidad de ¨rostro sufriente¨, haciendo alusión a Levinas (en Orange, 2010), y se cosifica la imagen de la tragedia.
En una especie de ¨festín frenético¨, todos nos sentimos interpelados a participar de alguna u otra manera en la reconstrucción y reparación del desastre causado por la naturaleza y amplificado por una sociedad tan desigual como la nuestra. Pero esta respuesta solidaria, conmovedora, frenética en un primer momento, que como espectadores, nos alivia de la culpa y responde a una necesidad imperiosa y urgente de aplacar las carencias más básicas de los afectados por las catástrofes, esconde otros matices. O al menos, no logra abarcar la complejidad del fenómeno que se vivencia tras esa experiencia de pérdida. Desde el lugar en que nos toca presenciar estos acontecimientos y desde lo que somos – o soy, prefiero arriesgarme y asumir mis palabras – me pregunto: ¿el ¨festín frenético¨ de estos días es sólo una respuesta solidaria, altruista y honesta o es una manera de alejarnos del dolor, de la vulnerabilidad, de la angustia que nos provoca la fragilidad humana, nuestra propia fragilidad? Quizá se trate de una mezcla de los dos. Pienso que al tratar de reemplazar rápidamente la angustia y la tristeza por manifestaciones de entusiasmo desbordante y esperanza en un mejor porvenir, estamos evitando contactarnos con sentimientos dolorosos, abrumadores, angustiantes y opresores, propios de situaciones de pérdidas. Los que han vivido pérdidas devastadoras, saben que el mundo se divide en dos: los normales y los traumatizados, como tan bien lo describe Stolorow en su libro, Los Contextos del Ser (2004).
Las familias damnificadas perdieron mucho: perdieron la casa, local de trabajo, las pertenencia atesoradas a través de años de esfuerzos, las entrañables fotografías de sus seres queridos, sus fieles mascotas, algunos perdieron amigos, vecinos o incluso a un familiar. Esas familias están en duelo. Esas familias necesitan del frenesí pragmático para levantar sus viviendas, conseguir nuevos puestos de trabajo, reconstruir escuelas, carreteras, centros de salud emplazados en mejores sitios. Pero también necesitan tiempo y recogimiento para masticar y digerir el horror que sufrieron. El duelo implica un trabajo de elaboración psíquica, desde el impacto emocional causado por la tragedia -en estos casos abrupta, inesperada y carente de sentido- hasta la aceptación e integración de la realidad de la pérdida sufrida. Pero ese trabajo de duelo, en el mejor de los casos, facilitado por colegas, no se puede apurar. No es compatible con el ímpetu de los jóvenes ni con la furia de los medios de prensa. La elaboración del duelo tiene su tiempo, su ritmo, su propio devenir y nos demanda respeto, compasión y disponibilidad emocional para ser testigos de la inmensa tragedia que viven. La literatura al respecto nos da pautas, nos habla de tareas e incluso algunos autores se arriesgan dando plazos normativos respecto del tiempo que debe transcurrir para que el duelo no se transforme en patológico. ¿Habrá un tiempo correcto, apropiado, aséptico y oportuno para llorar hasta las entrañas, enrabiarse con Dios y con el diablo, sentir envidia del que no fue tocado por ¨nuestra desgracia¨, creer que no hay justicia en el mundo y ser incitado a pensar, sentir y hablar días, meses y años del ser amado, con tal que su rostro no se desdibuje en la memoria?
¿Estaremos dispuestos, como sociedad, a escuchar el lamento de los que sufren? ¿Por cuánto tiempo y de qué forma, antes de clasificarlo como complicado, exagerado, crónico, patológico? Creo que es tarea nuestra, como ¨expertos¨ en el sufrimiento humano, especialistas o no en duelo, decir a la comunidad y a los que están en la tarea de acompañar el sufrimiento humano, que el incendio en Valparaíso tiene rostro, nombre y apellido. En esas familias se instaló la incertidumbre el día 12 de abril. Y eso significa la rutina interrumpida, pautas de interacción familiar rotas por días, semanas, meses, proyectos aplazados por las necesidades inmediatas de sobrevivencia, lazos afectivos amenazados por los sentimientos paranoicos, niños sin colegio, dueñas de casa sin sus casas. La seguridad del cotidiano volatilizada en algunas horas, hace aún más penoso el dolor de la pérdida y obliga a esas familias a reorganizarse emocionalmente para enfrentar desafíos que se presentarán. Y no me refiero al desafío práctico; esa es tarea del Estado y del ciudadano consciente y solidario. Me refiero al que tenemos los que nos dedicamos a ayudar a los que sufren.
Hay pérdidas públicas que todos podemos ayudar a mitigar y a reconstruir. Y privadas, a las cuales los medios no tienen acceso, que sólo se viven y comparten en la intimidad, en el interior de vínculos afectivos que son capaces de sostener el dolor, la humillación, la ignominia de haber perdido todo inesperadamente. Estos sentimientos abrumadores estarán presentes aún después de reconstruidas sus casas, reunidas sus familias y organizadas en nuevas rutinas de vida. Debemos dar cabida y tolerar que se expresen, a que se duelan y se desgarren o que se recojan y se callen. Nuestro trabajo como especialistas, es acompañar y validar la realidad de la pérdida y de los distintos procesos de duelo, dentro de una misma familia y de la sociedad. Es ayudar a colocar palabras en la experiencia traumática, conmovernos con el sufrimiento del que somos testigos, sin dejar de identificar los mecanismos protectores individuales, familiares y grupales que promueven la búsqueda de recursos sanadores.
En cualquier proceso de duelo, permitirnos quedarnos en el dolor, en la desesperanza, en el sin sentido y en el vacío por un rato, no es sinónimo de paralizarnos o inmovilizarnos. Más bien es necesario. Seamos capaces de tolerar el malestar y sostener la angustia y el horror en nosotros mismos, antes de dar vuelta a la hoja y pretender que otros lo hagan. El proceso de duelo, es como preparar la masa del pan. Hay que amasarla, mezclarla, manosearla hasta que esté lista; y sólo el panadero conoce el punto en que está lista para el horno. Como terapeutas, podemos acompañar y guiar a amasar la mezcla a quienes están en proceso de elaborar el dolor, pero no podemos incitarlos a que la metan al horno antes del tiempo.
Ps. Claudia Ferreira Da Cunha
Ps. Claudia Ferreira Da Cunha
2 Comentarios
Anónimo Mayo 08, 2014
Excelente articulo. Necesidad de quedarse en el dolor del otro, aunque duela.
Anónimo Mayo 09, 2014
Gran trabajo, Claudia. Tienes razón, todo el tiempo, creo yo. Quienes hemos trabajado como terapeutas en dolorosas situaciones de pérdida, sabemos que la acción puntual, intensa, aguda, por importante que sea, no es suficiente. Que los dolientes nos demandan una permanencia continua, y que ésta a veces se extiende por meses, por años. Podríamos pensar, sin embargo, que nuestro trabajo termina ahí, en la permanencia. Es posible que éste pueda extenderse más allá de los límites que nos impone el ejercicio de lo terapéutico. Tu reflexión intenta abordar lo privado, pero también lo público. Somos expertos en lo privado, laboramos en esa íntima red de lo confidencial, de aquello que pasa puertas adentro, camas adentro. Pero asomamos nuestra cabeza a la realidad a cada rato, y sabemos qué pasa allá afuera.
De tanto en tanto, a cada catástrofe, se nos dice que aquellas desnudan la pobreza, que la muestran en su verdadera naturaleza. Como si los pobres de la patria estuviesen ocultos, sumergidos, esperando el dolor inmediato y el horror para mostrarse en una suerte de escandaloso strip-tease de su miseria. Lo verdaderamente escandaloso son las enormes vallas que nuestro país construye para ocultar la diferencia atroz que separa a los que tienen bastante, mucho, demasiado, de aquellos que nada tienen, ni siquiera la seguridad básica sobre sus condiciones de supervivencia, y que se visibilizan –escandalosamente- ante la tragedia.
La profunda fricción de las placas de Nazca y Sudamericana, aquella que ocurre en la profundidad oceánica, parece adelantar un isomorfismo con lo ocurrido en la superficie terrestre. De un lado, la improvisación de las organizaciones, el desdén de los que nada arriesgan y que otorgan su limosna de medio lado, la mirada oblicua de los gobernantes de turno. De otra, la precariedad monstruosa de esos exiliados internos (cerros, quebradas, desiertos, pantanos, torrentes) que intentan ubicar su vivienda en algún lugar digno, y que reciben el trato menesteroso de los que consideran su opción como torpe, inadecuada, absurda.
Gracias, Claudia, por una reflexión que nos invita a pasear por otros lados de la terapia.
RE