De esta manera es que puedo comprender que se vea sin más a todos los jóvenes manifestantes como vándalos y a todos los carabineros como asesinos, pues ninguno es para el otro un semejante en su radical diferencia humana congregada desde la inequidad histórica y la violencia circunstancial. Secuelas de esto en un tono menor son los “chaquetas amarillas” y “baila para pasar”, porque son igualmente desafiantes para los que no son semejantes. Y ni hablar de esos otros que viven en las zonas de violencia, de los niños/as que juegan en esas plazas y jardines sin poder salir de sus casas; esos no existen o deben ser semejantes a los que avalan la represión o avalan la lucha reivindicativa. Se trata de una lógica que es la cara obscena del derecho del otro cuando no se respeta su diferencia radical.
Hay una imposibilidad de estar ante el otro y más bien se está contra el otro. En términos de justificación cada uno aduce que lo propio es legítima defensa, reacción ante la provocación del otro. Es una situación vivida como sin comienzo, no hay proximidad para ver el rostro del otro porque si se lo viera en la cercanía de su desnudez, la violencia del mundo y de la historia tendría una posibilidad de ser interrumpida. El esfuerzo por “ser” lo “mismo” cada vez, y a cada instante “ser soberano” capta toda la fuerza del despliegue propio e impide cualquier responsabilidad por el otro. En otras palabras, es la renuncia a la identidad ontológica (en este punto, entendido como el ser solo mismo) la que permite que se abra el espacio a la singularidad del otro en el modo de la responsabilidad[2].
Un pequeño comienzo se ha abierto con los acuerdos de todos los colores políticos en esa dirección y nos han sorprendido, al menos parcialmente, en su responsabilidad para buscar una salida a través de una nueva constitución en que el otro sea protagonista desde su singularidad.